«Había nacido predestinado
al mar.
En la vieja ciudad donde
nació, en 1879, oyera vagas leyendas de gentes fabulosas que habitaron aquel
barrio de casonas melancólicas y viejísimas. Uno de aquellos seres lejanos
habíase llamado Toscanelli, y sus manos trémulas y sus ojos casi ciegos habían compuesto
cartas geográficas para un rubio marino de Génova, que descubrió el Nuevo
Mundo.
Pablo Agostinelli quedó
huérfano a los nueve años, y vagando de pueblo en pueblo, llegó a Nápoles, con
los pequeños piés doloridos y manchados con el polvo de todos los caminos de
Italia.
Fue su primer barco un
velero griego. Después, en el rudo aprendizaje de las olas, conoció otros.
Blancos bergantines cingaleses, con olor a especias y marineros color cobre,
goletas escandinavas, tripuladas por rubios gigantes taciturnos; bricks
ingleses; corbatas holandesas; pailebotes españoles…
Apenas se acordaba donde
había nacido.
*
* *
[…]
En la cueva subterránea de
la calle 25 de Mayo bullía un rebaño humano, sudoroso y febril.
Agostinelli, bebiendo a
sorbos su cerveza, miraba las figuras deformes, lamentables, de aquellas
mujeres que se arrastraban lentamente entre los bebedores, las bocas
desdentadas, los ojos cansados, y volvían a su memoria las visiones de los
infiernos de otros puertos.
El mundo era grande, pero
en todas partes era igual.
El pecho le seguía
doliendo, y algunas veces, cuando tosía, escupía sangre.
Resolvió quedarse en
tierra algún tiempo, hasta que estuviera bien.
¿Pero dónde encontrar
trabajo en tierra? Fuera de las faenas de a bordo, lo único que sabía era
cargar bultos y cocinar. Pero con el pecho destrozado por dentro, lo primero
imposible.
Había oído decir muchas
veces que en Buenos Aires no era difícil encontrar trabajo. Y sabía un poco de
español.
El dueño de la fonda
estudió el caso, y le aconsejó que se fuera a las colonias agrícolas de Santa
Fé.
Y allá se fué Agostinelli,
con sus dolores al pecho, contento por una vez en su vida de alejarse del mar.
Ya no le perseguía el olor de los entrepuentes, ni el recuerdo de los negros
enfermos de escorbuto, ni de los contramaestres que desmayaban a palos a los
marineros.
Y al hundirse en las
tierras llanas, doradas por el sol, bajo el cielo transparente de América, ya
ni se acordaba de la canción de los pescadores de Nápoles, del llamamiento del
mar azul:
“Vede o mare
quanto é bello….!”
* *
*
Dos años estuvo
Agostinelli en Santa Fé, rodando de colonia en colonia, trabajando, ora como
cocinero, ora como peón.
Un día, cerca de la
frontera santiagueña, conoció en un humilde velorio a una mujer flaca, morena,
no fea, que gemía junto al cadaver amarillento de un peón que había sido
asesinado la noche antes.
Ella y su hombre habían
llegado de muy lejos al empezar la cosecha, y a él una noche lo mataron después
de una partida de naipes.
Agostinelli ayudó a
enterrar al muerto, y propuso unir su destino al de la solitaria.
Instaló un boliche, con
sus economías y durante un año, secundado por la infeliz, trabajó en la tierra
extraña.
En las noches cálidas,
mientras ella dormía, Agostinelli se sentaba en la puerta del boliche y
contemplaba a lo lejos la masa obscura de la selva dormida, las trémulas
estrellas.
El pecho le dolía como
antes. ¿Qué lejano parecía su pasado del mar! La colpa estaba muda en su
recuerdo. Apenas se acordaba de aquella Lucía de la pensión de Amsterdam…
Lo único que a veces
turbaba sus sueños era la visión de aquel muerto que arrojaron al mar cuando
estaba preso en la sentina del vapor que iba a Charleston.
Durante un año todo fuë
bien, y el ex-marinero juntó cerca de dos mil pesos, sima fabulosa para él, que
siempre había ganado dos francos diarios.
Pero un día llegó la
viruela a la colonia. El borde de la selva se llenó de cruces, y la sumisa
compañera de Agostinelli cayó bajo la peste.
Cerró el boliche y la
cuidó, sin asco ni temor, pero la pobre se fué una madrugada, mientras cantaban
los pájaros en la selva.
Agostinelli la enterró
piadosamente. En todas partes era igual. Cuando no era la pobreza, la miseria,
era la muerte.
Abandonó el boliche y se fue
a Buenos Aires.»
Héctor Pedro Blomberg, “Copla
del mar” en Las puertas de Babel.
Buenos Aires: Cooperativa Editorial Limitada. Agencia General de Librería y
Publicaciones, 1920.
Imágenes:
“Velero iluminado” (1955) de Benito Quinquela Martín.
Fotografía de Héctor Pedro Blomberg.
Imágenes:
“Velero iluminado” (1955) de Benito Quinquela Martín.
Fotografía de Héctor Pedro Blomberg.
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