«Qué lo
habrá inducido a Giovanni a adquirirme, el día que precedió a la partida? No le
sobraba el dinero: por el contrario, le hacía mucha falta. Tengo presente el
garbo estudiado, medido, de su silueta, en el instante en que frente a mí se
paró en el portal de San Zeno, a donde había ido a agradecer su providencial
designación. El sol hacía espejear las mallas de su cota y las empuñaduras de
sus puñales; brillaba la ondulación de sus ralos cabellos grises; servíanle de
fondo unas cúpulas, los arcos de un puente y las torres macizas del castillo de
los Escalígeros. Se inclinó a tocarme, al tiempo que palpaba la medalla de San
Juan Bautista que pendía de su muñeca y, en medio del borbotón de elogios que
el pillastre vendedor me prodigaba, me compró sin regatear. ¿Habrá pensado que
el Escarabajo, ofrecido en la hora oportuna, robustecería su suerte? ¿Me
atribuía poderes secretos? Dio por mí las dos monedas de plata que le quedaban.
Pero ni la buena ni la mala suerte dependen de mí. Cada humano es el artífice
de su propio destino, y mis poseedores, según les fuese en la terrena
peregrinación, le asignaron a mi presencia influjos benignos o aciagos. Nada
hice, nada pude hacer, en un sentido o en el opuesto. Traté de transmitir a
quien me llevaba, si lo amé, una forma de aliento y de calor, el contacto de
una compañía sincera. Eso es todo. En cuanto a Giovanni di Férula, le había ido
mal y le iba mal; a su desventura la fui averiguando a medida que la intimidad
creció entre nosotros y que me enteré de su historia.»
Manuel
Mujica Lainez, El escarabajo.
Barcelona: Plaza y Janés, 1982.
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