«Viajaba junto a la ventanilla
abierta, esposado. Ráfagas de cardales color púrpura corrían junto al
terraplén; al fondo, el horizonte se movía en una lenta curva hacia adelante.
El aire caliente le daba en la cara y él entrecerraba los ojos sin poder apartarlos
de los matorrales de pastos altos y amarillos, de las manchas oscuras de los
montes, lejos. Bajo el sol de diciembre, el campo, que nunca antes había visto,
le provocaba asombro; el estupor de que en esa inmensidad su padre no hubiera
logrado, después de años de espera, una parcela. También era cierto que el
viejo había sido siempre orgulloso y terco. Su padre, campesino, alentado por
las promesas de los folletos oficiales repartidos en la Liguria, había
terminado en una curtiembre y, años después, enfermo, en una casa de Barracas
saturada del humo del brasero que su madre mantenía encendido. Recordó la
puerta abierta y en el marco el oficial de justicia mostrando el despido. Sin
saber cómo, a los catorce años, se encontró embistiéndolo a ciegas; su madre lo
sujetó como pudo, mientras el otro gritaba en la calle: “A ver si les aplico la
ley de residencia, gringos anarquistas”, y levantaba el sombrero del barro.
Algo encendido en su interior, algo escondido que traía en la sangre había
estallado aquel día, tan temprano en su vida; una fuerza oculta y quizás,
pensaba ahora, malsana.»
Iparraguirre,
Sylvia, La orfandad. Buenos Aires:
Alfaguara, 2010.
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