«–Casarme
yo con un gringo… con un gringo! ¡No! ¡No! ¡Jamás!
A
José Contadini se le enciende la cara. La tiene rosada, como cara de muchacha
campesina. Se le pone roja, roja. ¿De ira? ¿De vergüenza?
–Pero….,
yo, ¿no soy gringo también? ¿No he nacido en Italia? ¿No son gringos tus tíos,
tus abuelos?
–¿Casarme
yo con un gringo, con ese Nicola San Pietro, vulgarote, bestia, que no sabe
siquiera ponerse el sombrero?
–Pero
sabe trabacar, hica. Y tiene su chalet, sus vacas, su finquita y su bodega.
–¡Jamás!
¡Jamás! ¡No quiero! Cuando usted se casó, eligió a su gusto, ¿no?, ¿o le
impusieron novia? A ver, hica.
–Hica…
–¡Casarme
yo con un gringo, con un gringo cara colorada, bigote colorado, pelo colorado,
con uno de esos gringos que se casan para hacer trabajar a la pobre mujer! ¡No!
¡No! Además, yo tengo ya veintidós años cumplidos, ¿no? Soy dueña de elegir a
mi gusto.
–¡Hica,
hica! –exclama José Contadini. – ¿Por qué decís eso? Yo también soy gringo.
–Usted
es criollo.
–¡Si
vine chico de Italia! ¡Yo soy gringo, gringo puro, el más gringo entre todos
los gringos que hay en esta tierra mendocina.
–¡No!
¡No! ¿Quién le ha dicho? ¿Quién le ha dicho? No. No. ¿Por qué lleva el pelo
como cepillo?; ¿Por qué usa bigote echado para arriba?, ¿Por qué come
tallarines y ñoquis dos veces por semana? ¿Por qué prefiere andar en una carretela
como un tano cualquiera teniendo un regio automóvil?
–Yo
no lo quería, hica, no lo quería. Lo compraron ustedes; ustedes lo compraron.
¿Para qué quiero yo un lucoso automóvil cuando soy un humilde obrero, un
trabacador, nada más?
–Si
alguien le oyera, ¡qué diría de nosotras!
–¿De
quienes?
–De
mí, de Veva, de Raúl, de mamá…
–Dirían
que Teresa es mi mujer, la mujer del que fué hace veinte años contratista del
finado Martini; dirían que Rosita es mi hica, que Genoveva es mi hica y el niño Raúl es mi hico. ¡Eso no más!
–¡Qué
gracioso!
–¡Yo
soy gringo, gringo, gringo, gringo puro!
–Papá…
El
viejo vuelve la cara y se pone a mirar las facturas, los recibos, las libretas,
las cartas comerciales que tiene sobre su escritorio, una mesa grandota con
muchos cajones, una de esas mesas que se compran en las mueblerías de lance. Es
un viejo de mediana estatura, de buen cuerpo; tiene los ojos verdes, las
mejillas sonrosadas y la cabeza blanca. Es un viejo hecho al trabajo rudo; es
uno de esos viejos de morrudos dedos y de cuello rojizo y arrugado.»
Fausto
Burgos, El Gringo. Buenos Aires:
Editorial Tor, 1935.
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