“El pueblo italiano – nadie lo
sabe mejor que nosotros que hemos pasado casi toda nuestra vida allende el
océano – cuando se alejaba de su pueblo natal, se alejaba para dirigirse a un
puerto de embarque, y el buque lo llevaba a otros continentes, colaborador
precioso e indispensable del progreso de otras naciones, que no siempre tenían
para ellos gratitud justiciera. Todas las ciudades del continente americano al
sur y al norte, que han surgido en los últimos ochenta años, han sido
construídas por obreros y artesanos italianos. Los harapientos de Italia, con
el arado y la cuchara, siguieron ignaros, la misión de Roma. Aquellos italianos
que no conocían su propia patria, creaban la patria de los demás: creaban las
ciudades, los hijos para poblarlas y el trigo para alimentarlas. Y quedaba
ignorados por la patria antigua, que, sin embargo, disfrutaba de sus ahorros,
juntados, casi siempre, a costa de renuncias y sacrificios.
¿Puede haber algo más
sorprendente, más espontáneo, más conmovedor del patriotismo tenaz y siempre
alerta de los emigrados italianos, quienes, en la mayoría de los casos, no
recordaban de su patria sino la miseria de un pueblito perdido en las matas de
los Apeninos?”
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