«Yo
había iniciado mis colaboraciones en La Nación con un artículo sobre el Canto
XV del Purgatorio. Me pidieron otro
comentario. Pero yo ya estaba lanzada en algo más ambicioso que un breve
escrito adecuado a un diario. Me atreví a trepar por la escalera empinada y
glacial de la Biblioteca Nacional para llevarle algunas páginas del mamotreto
al talentoso Cancerbero de esa fortaleza. Imprudente ocurrencia. Groussac se
equivocó, no en su certero juicio de crítico erudito, sino respecto a mis
propósitos y ansias. Me escribió una carta que conservo […] afirmaba que
demasiado se había comentado La divina
comedia. De no aportar un dato inédito o un enfoque original, más valía
dejarla en paz. Me aplicó un sinapismo cuyas virtudes revulsivas le parecieron
necesarias: echó mano de la palabra “pédantesque” en francés, con sus
resonancias satíricas. Me aconsejó que escribiese sobre un tema más a mi
alcance, más personal.
En
aquel momento no tuve presente su acerba crítica al Sarmiento de Rodin que,
salvando las distancias, me hubiese reconfortado. Yo era una inexperta
principiante y no tenía el derecho de replicar […] Quedé anonadada. ¿Algo
personal? Este hombre no se daba cuenta de que nada era más personal para mí,
en ese momento, que La divina comedia.
Formaba parte de mi autoeducación.
Poco
faltó para que tirara al canasto las notas acumuladas durante meses de lectura.
Por suerte, el amigo, que no era escritor, supo devolverme la calma cuando se
enteró del contenido de la carta. “¿De cuándo acá te acobardás porque un señor
que sabe mucho, pero que no te sabe a vos, dictamina que no has de escribir
sobre un poeta que te atrae? A las primeras de cambio te das por vencida. Así
no llegarás a nada. Te desconozco. ¿Qué te importa que califiquen de pedantería
lo que no es?”
En
efecto, me constaba que mi comentario de La
divina comedia, bueno o malo, no guardaba la menor relación con la
pedantería. En ese sentido fallaba el diagnóstico de Groussac. Yo me asomaba
con fervor al mundo que un temperamento afín
al mío (subrayo temperamento) descubría en las hondonadas de su ser. También yo
estaba perdida en la selva. En Dante había encontrado lo que exigía mi
equilibrio: un poeta preocupado por las leyes y el significado de la vida; en
otras palabras un poeta filósofo.»
Victoria
Ocampo, “Motu proprio”, Revista de la Universidad
de México, 12: 25-28.
Fotografías:
Victoria Ocampo. Paul Groussac.
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