“De regreso de Nápoles, vía Roma, Pisa, Florencia, Venecia, Turín y Milán, amén de varias otras ciudades secundarias como Bolonia, Verona, Padua, Voghera, etc., cumplo con el deber de comenzar a dar cuenta del resultado de mis exploraciones por estas interesantísimas comarcas, en las que la historia y el arte, la naturaleza y la labor humana han sembrado tantas y tantas maravillas.
Stanley uruguayo al servicio de la
República Argentina, debo hacer en Italia para La Nación de Buenos Aires, lo que el otro hizo en África para el Herald de Nueva York.
Dificilísima tarea que procuro realizar
del mejor modo posible, lamentando únicamente no tener un Livingstone a quien
buscar, porque de seguro lo encontraría: con tales bríos exploratorios me
siento.
Como por algo hemos de empezar, hablemos
primero del Vesubio, monte situado al oriente de Nápoles, que vomita llamas (el
monte, no Nápoles), piedras, ceniza y no sé cuántas otras cosas, y de cuya
existencia tuve noticia cierta por un rarísimo opúsculo titulado Guida di Napoli, por B. Pellerano. Y
digo cierta, porque contemplando
desde el balcón de mi cuarto, en la ribera de Santa Lucía, el incomparable
panorama de la bahía napolitana y sus adyacencias, había sospechado la
existencia de un volcán o cosa parecida en aquella montaña, no pudiéndome
convencer que horno de ladrillo, fragua o aparato alguno industrial pudiese
echar fuera tanto fuego, y tan continuamente.
Con mis sospechas confirmadas por el
libro citado, me puse en campaña para explorar el misterioso y terrible monte,
queriendo mi buena suerte que, por veintiocho francos por cabeza, un audaz
cochero se comprometiese a llevarme hasta la cumbre y volverme a traer a
Nápoles, acompañado de mi mujer y mi hijo, a quienes logré inspirar la
confianza suficiente para emprender excursión tan peligrosa, ocultándoles sus
dificultades y riesgos.
Resuelto el viaje, procedimos a hacer los
preparativos necesarios, empezando por aligerarnos lo más posible de ropas,
pues era natural que con tanta fatiga y tanto fuego sintiésemos allá arriba
mucho calor.
Siento que La Nación no admita
ilustraciones, porque de lo contrario rogaría a Giudici o Ballerini, nuestros
jóvenes y aventajados compatriotas que estudian pintura en Italia, que hiciesen
mi retrato en traje vesubiano para mandárselo.
No siendo tal cosa posible, he aquí el retrato a pluma.
Sombrero blanco, levita de lustrina
negra, pantalón y chaleco ídem, camisa de cuello volcado con corbata de seda,
zapato escotado, varita de ballena, guantes de cabritilla…
Mis compañeros de viaje vestían poco más
o menos con la misma ligereza. ”
Bartolomé Mitre y Vedia, Páginas serias y
humorísticas. Prólogo de Adolfo M. Sierra. Buenos Aires: W. M. Jackson, 1944.
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